jueves, 27 de diciembre de 2007

Luces al final de un año


Heme aquí en algún lugar de los campos de Teruel; ya es tiempo pasado este primer día de diciembre del año dos mil siete...

No sé cuándo verán la luz estas palabras, porque el tiempo es como la boca de un embudo, tan estrecho que resulta imposible que todo el elixir de la vida fluya hacia el interior de la botella en el momento en que se vierte. En cualquier caso, la luz que alumbrará estas palabras será como siempre, tan tenue como la luz de las velas que decoran este escenario.

Esas dos pequeñas luces, hace unas horas, no eran apenas nada… sólo alguien de vez en cuando se acordaba de sus llamas para quemar unas hojas secas… y aspirar su aroma.
Eran las que menos ruido hacían, las que menos luz daban,… las pantallas del karaoke, del portátil, las lámparas colgantes de la rústica habitación, los fotoflashes de las cámaras digitales… todo lo demás imponía su luz sobre las pequeñas velas y ahora, al final, se han quedado ellas solas, reinando en la oscuridad y en el silencio de la estancia. En mis oídos, en cambio, no hay tal silencio.

Una vez del todo convencido de que Teruel existe, trato de repasar cuántas otras cosas he creído ver pero sin quedar convencido del todo acerca de si existieron de verdad…

Es curioso… en la mayoría de los artículos vertidos este año en el embudo conseguí, sin proponérmelo, que el teatro llegara a ser una especie de reality show…

No conseguí resucitar a la diosa minerva y que descendiera de la divinidad para que dejase plasmadas sus palabras; hubiera sido demasiado pretencioso hacer hablar a una diosa en el mundo terrenal. En cambio, conseguí que a falta de viejas flores, nacieran enormes margaritas en la primavera, al poco de marcharse mi sombra. Conseguí que el violinista de las campanitas del lugar entrara en el teatro para autosorprenderse de su propia magia. Conseguí que apareciera a la luz el rostro del mismísimo hermano lobo mientras danzaba por los montes en busca de nuevos caminos.

El espacio de esta estancia, a la luz de las velas, parece como si se hubiera empequeñecido y engrandecido al mismo tiempo…el teatro sigue siendo pequeño, apartado del bullicio, como aquellos rincones repletos de encanto, desconocidos, inmersos en el viejo casco de las ciudades históricas… Hacía tanto que no cambiaba el chip en tan pocas horas para transportarme en el espacio y el tiempo.

En esta madrugada pienso que quedan un montón de cosas aún por repasar pero… al final, lo que reina es la sensación de que todas las flores son del mismo color, que únicamente dejan fluir su aroma hacia ti cuando diriges tu mirada hacia el espejo… que todos los caminos llevan sólo a uno de los 4 puntos cardinales, y que todas las luces no brillan más que la llama de dos sencillas velas... y ya poco antes del alba, me dispongo a apagar cada llama de esas dos velas; son las seis…

Pasa el tiempo y se aproxima el final de año. El sol, cuando se asoma, lo hace tan sólo durante unas pocas horas… Las luces, guardan el mismo espíritu; lo mismo da que sea una llama, que un conglomerado de luces eléctricas multicolor… el espíritu que las acompaña sigue manteniéndose.



martes, 18 de diciembre de 2007

Iberia sumergida: desde el centro de gravedad.




Imaginad que suspendiéramos la península ibérica de una cuerda… ¿sabéis por dónde tendríamos que colocar el extremo inferior de dicha cuerda para que la península quedara en suspensión totalmente horizontal… y no se inclinara ni hacia Levante ni hacia Portugal, ni hacia Cantabria, ni hacia el estrecho de Gibraltar…?

Pues bien… la cuerda se la tendríamos que dar a ese cristo: situado en el célebre Cerro de Los Angeles, en el madrileño término municipal de Getafe…

He visto lugares similares en los ultimos años, algo más pequeñitos -la muntanyeta de San Salvador en Alzira…- pero esta singular atalaya que se puede avistar desde toda la provincia de Madrid, goza de un entorno y de una huella del tiempo que no dejan indiferente a ningún extraño.

Quise redescubrirlo hace dos días… y paseé, sumergido en su extenso bosque, caminando por entre los troncos de un pinar repoblado, que en su silencio se ve surcado por caminos concurridos de corredores… liebres, urracas… y miles de rayos de sol filtrándose por entre las ramas de los árboles… Viejas piñas yacen en el suelo… y algún manto de hielo blanco acumulado durante la noche decora aún muchas de las umbrías.

Y en el centro de ese pinar... un cerro; un alto en al llanura del sur que acostumbro a contemplar en la lejanía desde mi otro cerro. Un lugar, el cerro de los ángeles, de peregrinación y recogimiento para muchos, y de obligada visita para el resto; nosotros, los simples curiosos.


Al pie de la estatua se puede ascender por unas sobrias y austeras escaleras de piedra que parece como si condujeran hacia ese mismísimo cielo que cantaba led zeppelin. Una inscripción preside la cornisa de la base del monumento:

“Venid a mi todos los que trabajáis o vivís agobiados, que yo os aliviaré”

No sé qué profeta puso en boca de aquel Jesús de Nazareth esas palabras… pero lo cierto es que sentí cierta paz al contemplar las estatuas de piedra del conjunto monumental… reyes, sabios, y santos…


...y lo más notable: todo lo que que se extendía hasta perderse allá en los horizontes de los cuatro puntos cardinales…

Desde siempre, en el silencio de las alturas, o desde el centro de los puentes que cruzan sobre el murmullo de las aguas, tengo por costumbre detener el tiempo.


No soy yo muy dado a hacer promesas a las divinidades… pero prometí volver en primavera a bordo de la delfina, si es que encuentro camino alguno de tierra entre tanta M-cuarentaycinco, M–cincuenta y M-perdío.

Me acompañaréis ¿verdad?






- como propina: ahí va eso: